Muy temprano se levantaban los madrileños para cumplir con el ritual del desayuno. Hasta la mitad del siglo XVII la primera comida del día se componía para la mayoría de los ciudadanos de pan, vino, aguardiente, letuario y torreznos asados, productos que los más pudientes compraban y tomaban en casa, algunos preferían degustarlos en los figones o bodegones, pero la mayoría solía acudir a unos puestos ambulantes de comida y bebida que en Madrid eran conocidos como los “bodegones de puntapié”. Estos puestos se instalaban en las esquinas de las calles más transitadas y tenían el sobrenombre de “puntapié” porque podían desmontarse de un patadón si descubrían las justicias que allí se vendía algo prohibido.
Al madrileño lo que le encantaba era hacer dos desayunos. El primero, que se realizaba muy temprano para quitar el frío y templar el estómago vacío, consistía en unas copitas de aguardiente y unos trozos de letuario, naranja amarga cocida en miel y agua azucarada. Este desayuno, como el actual del currito de copa y carajillo, sólo era apto para estómagos entrenados porque si el aguardiente ya era una bomba, la naranja amarga era como la gasolina. Para los que habían superado esta dura prueba, el segundo desayuno consistía en pan con torreznos asados. La tradición madrileña de tomarse un “pelotazo mañanero” estaba muy extendida desde hacía siglos porque se creía firmemente que si se quería tener salud no se debía estar en ayunas porque en el estómago vivía el “gusanillo del hambre” que cuando necesitaba comer mordisqueaba el interior del cuerpo provocando una especie de cosquilleo estomacal. La única manera de adormecer al juguetón gusanito era bebiendo un copazo de aguardiente o dándole algo de alimento para entretenerlo, de ahí que haya llegado hasta nuestros días la expresión “matar el gusanillo” con el sentido de engañar al hambre tomando algo.
A la hora de la comida el cocido era plato habitual, pero los menos afortunados económicamente que no podían permitirse comer un plato de garbanzos tenían que conformarse con nutrirse de la pacotilla en los bodegones de puntapié, siendo la pacotilla el alimento escaso y de poco valor que se vendía en el mercado de la Plaza Mayor y alrededores. En tiempos de la colonización americana se llamaba pacotilla al fardo que se permitía transportar a los marineros sin pagar impuestos y que solía contener abalorios y chucherías para vender a los nativos y así sacar un sobresueldo. Por ser una menudencia lo que se autorizaba a llevar al otro continente para intercambiar o vender, por extensión se llamó de pacotilla a todo lo que se podía comprar escaso y de poco valor. Por el contrario, en los bodegones de puntapié sí que se podía comer con más abundancia, vendiéndose sobre todo buñuelos o pasteles, no siendo los pasteles dulces suculentos, sino algo parecido a las actuales empanadas porque estaban rellenos de carne picada. Como los medios para conservar los alimentos eran nulos, los pasteleros, para disimular el hedor de la carne, solían rociar las empanadas con abundante pimienta, de ahí que haya llegado hasta nosotros la expresión “descubrir el pastel” en el sentido de revelar un engaño. La costumbre de ocultar el sabor y el olor de la carne en mal estado era muy antigua, usándose preferentemente la mostaza, aunque los soldados que eran más finos, gustaban usar la pólvora.
Otro de los alimentos preferidos por los madrileños era la morcilla, tanto por ser muy nutritiva como para demostrar a los vecinos que se era buen cristiano, y aunque gustaba, a nadie le agradaba que le dijeran: “Anda y que te den morcillas”, porque en verdad con esa expresión lo que se estaba deseando era que el interlocutor muriera como un perro callejero. El procedimiento que se usaba en Madrid para acabar con lo perros rabiosos era utilizar nuez vómica, veneno que hasta hace muy poco se podía comprar en las droguerías con el nombre de Almendilla. Una vez reducida a polvo, esta sustancia se mezclaba con carne picada creando una masa con la que se rellenaban las morcillas que eran dejadas en las zonas donde había animales rabiosos para que las comieran y murieran. El método de dar morcilla continuó en Madrid hasta 1891, año en que aparecieron los primeros laceros encargados de aprisionar mediante un lazo a los perros vagabundos. Pero la historia de la morcilla también nos va a proporcionar otra suculenta anécdota culinaria. ¿Quién no ha dicho en algún momento…esto es un bodrio? Pues el bodrio era una simple morcilla de sangre de cerdo con cebolla, aunque con el tiempo también se llamó bodrio a la sopa hecha con los restos de días anteriores y sabor repugnante que se daba a los mendigos en las porterías de algunos conventos como obra de caridad.
En este cuadro José de Ribera nos muestra un hombre andrajoso con ropas sucias detrás de una mesa en la que descubrimos una cebolla, una cabeza de ajo y un ramillete florido de naranjo o bergamoto. En la antigüedad los hombres se frotaban el cuerpo con cebollas en la creencia de que evitaba cualquier enfermedad contagiosa, y gustaban comerla con almejas, cangrejos o caracoles para estimular el sexo porque creían que la cebolla acrecentaba el esperma y enternecían a las mujeres. Mientras que los madrileños que podían permitírselo y querían pasar por distinguidos preferían comer sólo carne, los vecinos pobres se nutrían a base de ajo, queso, olla de garbanzos y cebollas, siendo este bulbo comida de villanos de ahí que a los hombres torpes y brutos se les llamara cebollinos, que no es otra cosa que una cebolla joven.
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Muy ameno e interesante, cuantas cosas he aprendido de madrid con este artículo.
Un saludo.
Un placer poder contar historias que soprendan sobre un Madrid distinto.
Gracias por el comentario.
Muy curioso, gracias.
Un placer poder contar historias que soprendan sobre un Madrid distinto.
Gracias por el comentario.
Muy interesante el artículo, desconocía las anécdotas que cuentas Antonio, se ve que en Madrid lo que nos gustaba era matar el gusanillo con un buen copazo, cosas que para algunos no cambian y que siguen practicando a raja tabla. Lo desconocía y me ha gustado conocerlo, al igual que los bodegones de puntapié, aunque en Madrid ahora tenemos la versión moderna un viernes o sábado noche.
Felicidades por el artículo Antonio, contenido interesante, con ganas de leer más.
Un placer poder contar historias que soprendan sobre un Madrid distinto.
En próximas fechas volveremos a la carga con nuevas curiosidades.
Gracias por el comentario.
Cuanto han evolucionado los tiempos en lo que a conservación de los alimentos se refiere, parece mentira que en aquellos años se ocultara el olor de la carne en mal estado a los clientes y hoy nos quejemos por un pelo en la sopa…
y menos mal k hemos evolucionado!
Me ha parecido muy interesante, son curiosidades que no conocía, gracias por compartir estos conocimientos tan valiosos
Nos alegramos mucho de que te haya parecido interesante y que gracias a este artículo hayas descubierto curiosidades de Madrid, es nuestra inteneción.
Un honor tener a Antonio Balduque colaborando en el blog en esta nueva sección. En breve nuevas anécdotas y curiosidades, esperamos seguir sorprendiéndote Eduardo.
Un abrazo, gracias por leernos y comentar.
Un articulo muy interesante, felicidades, habrá que volver periódicamente a por más.
Gracias por los ánimos. El siguiente artículo que estamos preparando creo que promete, y que por el contenido curioso, sin dejar la veracidad histórica, será seguro de su agrado.
Saludos.
interesantísimo y muy bien explicado